LA REGULARIZACIÓN MIGRATORIA ES LA UNICA OPCIÓN POSIBLE: Entre una política de castigo y la necesidad de soluciones reales
Escrito por Yvenet Dorsainvil
Escrito por Yvenet Dorsainvil
En Chile, durante las campañas electorales, la migración suele transformarse en un espectáculo político. Se repiten discursos de “mano dura”, se prometen deportaciones masivas e incluso se habla de “cazar” personas, como si se tratara de un show televisivo destinado a calmar a un electorado ansioso de castigo. Pero más allá de esa ilusión de firmeza, lo cierto es que tales promesas son imposibles de cumplir. La situación del país exige reconocer que la única salida viable y responsable es la regularización migratoria.
La paradoja salta a la vista al analizar la realidad de las familias: de los más de 300 mil migrantes irregulares, numerosos padres ya tienen hijos chilenos por nacimiento o niños con documentación vigente, pues la Ley de Migraciones establece que toda infancia tiene derecho a regularizar su situación. ¿Cuál es entonces el plan? ¿Separar padres de hijos y dejar a los niños chilenos en instituciones del Estado? ¿O deportar también a los niños chilenos con sus padres?
La experiencia política reciente demuestra la dificultad de implementar políticas de deportación masiva. Entre 2018 y 2023, en su mayor parte durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera, se estimaba que había 336.984 migrantes en situación irregular (INE). En ese período, Piñera logró expulsar apenas a 1.401 personas. Cada proceso demoraba meses y se transformaba en un espectáculo televisivo, con aviones repletos de cámaras en lugar de soluciones. La aritmética actual es aún menos favorable. Si entre 2018 y 2023 había 336.984 migrantes en situación irregular, lógicamente, al final de 2025 la cifra ha aumentado, lo que implicaría mayores requerimientos de tiempo, logística y recursos para ejecutar una expulsión de tal magnitud. Esta política resulta, por tanto, inviable. Para sostener un sistema de expulsiones dirigido contra padres de niños chilenos, sería necesario desviar recursos desde áreas como la salud o la educación, lo que implicaría un aumento en las listas de espera y un mayor alineamiento de la escuela con los intereses del empresariado, afectando directamente al sector más vulnerable de la población chilena.
A esto se suma un obstáculo mayor: la diplomacia. Ningún país acepta deportados sin acuerdos bilaterales, y en más de una ocasión los Estados de origen se han negado abiertamente a recibir a sus propios ciudadanos. El propio gobierno de Gabriel Boric enfrentó ese problema en carne propia cuando intentó ejecutar deportaciones que fueron rechazadas por razones de afinidad política. Si ese es el criterio decisivo, la situación de los actuales candidatos presidenciales es clara: de todos ellos, el único con condiciones reales para concretar deportaciones masivas sería Eduardo Artés.
Además de los costos logísticos y diplomáticos de las deportaciones masivas, hay un efecto económico que suele pasarse por alto. Más de 300.000 personas jóvenes en situación irregular generan un movimiento constante de capital: trabajan en construcción, comercio, servicios (delivery) y otros sectores donde la mano de obra local escasea, consumen en mercados, pagan transporte, alimentos y vestuario, y muchos incluso cotizan parcialmente en AFP o contribuyen con impuestos indirectos. Este flujo de trabajo y consumo sostiene tanto a la economía formal como a la informal. El discurso oficial invisibiliza este aporte porque reconocerlo implica aceptar que la economía chilena se beneficia estructuralmente de la irregularidad. El sistema mantiene el relato del “orden y seguridad”, pero en la práctica se aprovecha de una población trabajadora que no puede reclamar derechos. Ignorar este aspecto es cerrar los ojos ante una realidad económica tangible que no se puede eliminar de un plumazo, y, en consecuencia, los propios empresarios que financian a los candidatos más favorables a las deportaciones serían quienes más se verían afectados. Así, este gobierno puede tranquilamente mantener a cientos de personas en la irregularidad, a pesar de lo inhumano que es incluso para niños chilenos, pero tiene a los empresarios contentos y gestiona la opinión pública, que erróneamente cree que la no regularización beneficia a la masa.
La clave, entonces, no es mantener el caos de irregularidad o expulsar, sino regularizar. El argumento de que “los migrantes quitan empleos” omite que es precisamente la irregularidad la que favorece a los empleadores, permitiéndoles pagar menos y explotar con mayor facilidad. Un trabajador sin papeles es más vulnerable y menos capaz de reclamar, lo que genera competencia laboral desleal. Regularizar, en consecuencia, no solo corrige esa distorsión, sino que establece un marco común de derechos y obligaciones para todos los trabajadores.
Pensemos en una pareja que llegó por un paso no habilitado y tuvo dos hijos nacidos en Chile: la ley actualmente les cierra toda posibilidad de regularización, por lo que la madre se ve obligada a vender de forma informal en Estación Central al no tener otra salida, mientras el padre trabaja sin contrato en un car wash para no dejar morir de hambre a sus hijos chilenos. Esta familia paga impuestos en cada compra y cotiza en AFP mediante mecanismos legales que incluyen a quienes el sistema etiqueta como “ilegales”. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Los deportamos, dejando a dos niños chilenos sin padres, o los regularizamos, poniendo fin al comercio «ilegal» y a la competencia laboral desleal? La respuesta no está en la persecución de los comerciantes ambulantes ni en slogans populistas, sino en la moral, la coherencia y el respeto a los derechos humanos. Resulta paradójico que un país que se enorgullece de proteger a la infancia proponga separar familias en su propio territorio y que sus autoridades exhiban una indiferencia calculada hacia los niños de su misma nacionalidad solo porque son hijos de migrantes.
La seguridad también está en juego. Mantener a miles de personas en la irregularidad es, en sí mismo, un acto criminal de Estado por lo inhumano que es estar sin un instrumento que facilite el pan cotidiano y también la seguridad. La regularización permite tener registros, huellas y antecedentes, y en caso de delito, el sistema puede detectar y sancionar. Lo contrario es dejar en la sombra a miles de personas, invisibles para la justicia y fuera de todo control. ¿Por qué se prefiere mantener a personas en esa situación en vez de integrarlas legalmente?
En el fondo, la pregunta es simple: ¿seguiremos montando un espectáculo inútil o vamos a ordenar la casa de verdad? Mantener a niños chilenos cuyos padres no pueden trabajar con normalidad vulnera su derecho a una infancia digna y segura, y evidencia que, en la práctica, no todos los niños chilenos reciben la misma protección. Además, mantener a cientos de miles de personas en la irregularidad genera un grupo de población invisible para la justicia y excluido de derechos y obligaciones plenas, mientras podrían contribuir al país de manera transparente y ordenada. La regularización no es un premio a la “ilegalidad”: constituye la única política capaz de garantizar simultáneamente orden público, seguridad y justicia social.